**** JUAN PABLO II *** BEATIFICACIÓN ***
La expedición canaria es consciente de haber sido testigo privilegiado de un acontecimiento histórico. La tierna mirada de Juan Pablo II presidió todo el viaje, y también la concordia entre peregrinos católicos llegados desde distintos puntos del planeta.
Mientras el Papa Benedicto XVI oficiaba la beatificación de Juan Pablo II en Roma el pasado domingo, unos cuarenta canarios contenían la respiración cuando se descubría la imagen de Karol Wojtyla en la plaza de San Pedro a través de una pantalla gigante instalada en el Circo Máximo. Una pequeña representación de las Islas en medio de una marea humana de más de un millón y medio de personas. «Solo recordarlo me emociona. La fe mueve montañas», señala a este periódico Javier Jiménez, sacerdote encargado de la organización del grupo de la Diócesis Nivariense, casi recién llegado de Italia.
No fue fácil la singladura. Ante el previsible colapso de Roma por la gran afluencia de visitantes de todo el mundo, muchas agencias de viaje ponían reparos. Al final lograron cerrar un paquete por cinco días, eso sí, a más de 50 kilómetros de la capital italiana. Javier describe el viaje como un encuentro de «gozo» con la fe que «superó todas mis expectativas», un encuentro con gente de todo el mundo: polacos, coreanos, italianos, franceses..., «era una avalancha humana pero de gente tranquila, ilusionada». Y Roma estaba preciosa, engalanada. Dos hermosos carteles describen la esencia de la festividad: «Hombre, Papa y Beato» y «Giovani Juan Pablo II está vivo».
El grupo canario era muy «heterogéneo», con miembros de la comunidad religiosa y del pueblo llano, mayores, pero también algunos jóvenes. Precisamente, este fue uno de los aspectos que más le agradó de la aventura. «Vi allí una iglesia joven, de recogimiento y respeto, de la que emanaba un cariño y una euforia que se terminaban contagiando», explica. Frente a los tópicos de que los jóvenes están abandonando al catolicismo, «contemplé como no se considera a la Iglesia como algo ñoño, atrasado o viejo». Tras esta experiencia, si cabe, su compromiso con el catolicismo se ha redoblado. «Tengo claro que soy un hombre de fe y sigo ilusionado con lo que estoy haciendo. A todos los miembros de la expedición también les ha marcado», comenta. Para describir a Juan Pablo II, las palabras casi sobran. «Era un hombre de Dios. Tenía una fe fuerte, generosa y católica, un modelo de seguimiento de Dios, un hombre entregado y sufrido por los problemas de los demás».
Con Javier viajó Candelaria Díaz, natural de Vilaflor, cuya relación con el Juan Pablo II arrancó mucho antes, concretamente en 1980 durante la beatificación del Santo Hermano Pedro en Roma. El más afortunado fue su marido (a este viaje no pudo asistir por problemas de salud), que tuvo sus manos entrelazadas con las suyas mientras le entregaba la ofrenda del municipio. «Él siempre me dice: no puedo olvidar su mirada de amistad, cariño, ternura y servicio», comenta. Candelaria lo conoció más de cerca cuando se realizó el viaje a Guatemela para acometer la canonización hace casi nueve años. «Fue una experiencia espectacular. Admiré su ternura con el pueblo de Guatemala, se cuestionaba su pobreza, y pese a que estaba muy enfermo, quiso viajar hasta allí cuando no era habitual. De hecho, temíamos por su salud, y deseábamos que pudiera regresar al Vaticano», indica.
Sobre la cita del pasado domingo, la define como un «encuentro ecuménico» donde se cruzaron cristianos y no cristianos y gentes de distintas razas y edades. «Esa jornada fue un regalo al mundo entero que se vivió con un clima de oración y recogimiento», señala, al tiempo que recuerda como otro gran momento la veneración de sus restos en la capilla de San Sebastián. «Fue algo mágico, de un silencio extraordinario», rememora. Y para describir a Juan Pablo II, se agotan los adjetivos. «Es un héroe universal de la amistad, la concordia y el amor», comenta. Los restos de Juan Pablo II habían reposado hasta el pasado 29 de abril en las Grutas Vaticanas, en la que fue tumba del beato papa Juan XXIII, y a pocos metros de la tumba de San Pedro.
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